Nora (Que entra vestida de diario.)
–Sí, Torvaldo, me he cambiado de ropa.
Helmer: –¿Por qué? ¿A esta hora, tan tarde?
Nora: –Esta noche no pienso dormir.
Helmer: –Pero, querida Nora…
Nora (Mirando su reloj): –Aún no es muy tarde. Siéntate, Torvaldo. Vamos a hablar.
Helmer: –Nora…, ¿qué pasa? Esa cara tan grave…
Nora: –Siéntate, va a ser largo. Tengo mucho que decirte.

(La conversación se prolonga durante seis páginas. Llevan ocho años de casados. Es la primera vez que hablan con seriedad. Ella llega al nudo de la cuestión)

Nora: –He oído decir que, según las leyes, cuando una mujer abandona la casa de su marido, como yo lo hago, él está exento de toda obligación con ella. Ha de existir plena libertad por ambas partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Dame el mío.
(Helmer lucha por retenerla. Es inútil. Grita “¡Nora, Nora! Pero sólo se oye abajo la puerta al cerrarse.)

Así termina Casa de Muñecas, decimoquinta pieza teatral de las veinticinco que escribió el noruego Henrik Johan Ibsen (1828-1906). A 140 años de su estreno, esa “tragedia en tiempo presente”, como la llamó su autor, desató un escándalo.

Se prohibió hablar de ella en las conversaciones particulares (¿?), y se habló del caso en los púlpitos. ¿Cómo digerir la emancipación de la mujer hace casi un siglo y medio? ¿Cómo no conmoverse ante ese abandono del hogar?

Porque ese hogar, una casi literal casa de muñecas en la que Helmer, su marido, la llama ‘Pajarito asustado’, ‘paloma perseguida en las garras de un gavilán’, ‘cervatillo indefenso’ y otras cursilerías…, es una mentira, una ficción, un mundo artificial y congelado…

Estrenada en el Teatro Real de Copenhague el 21 de diciembre de 1879, y más allá de la densa trama (Nora falsificó la firma de su padre para salvar la vida de su marido: un engaño piadoso que recaerá en ella como chantaje de un resentido, y el desprecio inicial de Helmer, que luego, al perdonarla como quien perdona la travesura de un perro, acelera los hechos del final), la mujer-muñeca, madre de tres hijos, decide abandonar esa jaula dorada y enfrentar el mundo como pueda…, aunque bien se sabe que maltratos y humillaciones sufrían las trabajadoras a lo largo de la Revolución Industrial.
Carne de cañón sin derechos…

(Caso emblemático: la pieza teatral Ha llegado un inspector, del británico John Boynton Priestley).

Sin exagerar ni caer el lirismo lacrimógeno, el instante en que Nora dice “Vamos a hablar, tengo mucho que decirte”, y el golpe de la puerta al cerrarse para siempre, han entrado en la historia –aunque no es el único caso, y aunque Ibsen lo negó– como un paso fundacional del feminismo…, aunque faltaran siglos para que ese término pesara realmente en la balanza…

En cuanto a los ecos del escándalo, bastan fragmentos de un par de críticos: “La pieza causó un efecto poderoso, aunque asustara”, y “emana de un espíritu grosero y malvado, y no tardará en ser objeto de una protesta general”.

Ibsen, además, no se encerró en el espacio de Casa de Muñecas. Rompió la cuarta pared y, en la Asociación Escandinava de Roma, presentó proyectos para que se otorgara a las mujeres derechos, cargos y atribuciones.

Para ahondar el drama e iluminar más su acto supremo, Nora abandona su casa de juguete, su jaula de oro y cristal, en medio de una helada noche de invierno: más que un símbolo…

A Casa de Muñecas siguió una las piezas de Ibsen más representadas en todo tiempo: Un enemigo del pueblo, 1882, cinco actos. Profundo discurso sobre la responsabilidad moral contra el mercantilismo (y clara fuente de inspiración para Steven Spielberg y su film Tiburón), tiene una conmovedora línea final:
Doctor Stockman: –Escuchad. El hombre más poderoso del mundo es el que está más solo.

Después de Casa de Muñecas…, esa misma línea debería ser adjudicada a Nora.
“La mujer más poderosa…”, etcétera.