Las últimas décadas han sido para la industria alimentaria el período que más transformaciones ha sufrido. De todos los grandes cambios que hubo, sin dudas los organismos genéticamente modificados fueron la gran estrella. Estos ejemplares han sido concebidos artificialmente mediante ingeniería genética con mezcla de ADN de otros organismos en sus genes.

Históricamente, el hombre tendió a “cruzar” organismos de las mismas especies para obtener mejores variedades, pero esto se hizo creando “híbridos”, en los que los genes quedan en el mismo orden y las mismas ubicaciones en los cromosomas. En cambio los transgénicos alteran completamente la secuencia del ADN incorporando al organismo una característica genética procedente de una especie lejana.

El ejemplo más habitual es el de la soja, a cuya semilla se le incorpora un gen capaz de generar en la planta resistencia de determinado herbicida. En ese caso, una de las consecuencias sobre la salud es la aplicación de ingentes cantidades de agrotóxicos para eliminar las plagas y malezas.

De otros alimentos transgénicos, incluso en el caso de animales como el salmón, la ciencia y la medicina tienen opiniones divergentes, pues se desconoce con certeza los efectos que pueden provocar sobre la salud de quienes los consumen. Es por eso que muchos países desaconsejan todavía la aprobación de alimentos cuya genética ha sido alterada artificialmente en un laboratorio.

Desde que aparecieron los cultivos y alimentos transgénicos, nadie ha podido demostrar todavía los supuestos beneficios que hace años promete la industria biotecnológica. Lo que sí se ha demostrado es el impacto que tiene sobre el medio ambiente: aumento en el uso de agrotóxicos, creciente resistencia por parte de insectos y malezas, contaminación genética de especies silvestres y pérdida de biodiversidad.

Según los últimos datos de la agricultura mundial solo seis países cultivan más del 90% de los transgénicos en el mundo y la Argentina está entre ellos.

Esta industria y sus defensores siguen difundiendo la idea de que el debate sobre su seguridad ya está caduco y superado. Sin embargo no es verdad que haya consenso sobre ese punto: no existe ninguna evidencia científica de que los alimentos transgénicos sean inocuos para la salud humana o el medio ambiente.

Solo por esa situación, son muchos los Estados y organismos internacionales que, merced a un desarrollo mayor de la responsabilidad y la conciencia sobre esta amenaza, que han tomado medidas que restringen y regulan su producción y su consumo.

Porque en la lista de prioridades de la humanidad, la vida, la salud y el hábitat no pueden estar por debajo de ningún negocio.