Fue un secreto a voces durante décadas en el mundillo literario, hasta que Juan Forn decidió hacerlo público. En febrero de este año, durante una entrevista con Luciano Lamberti para la revista Crisis, contó que a mediados de los ochenta se apareció por la editorial Planeta el banquero Jorge Garfunkel, “papá del Garfunkel de ahora, que quería escribir un bestseller de cómo pagar la deuda externa”. Forn convocó a César Aira para hacerlo. “Garfunkel le contaba la trama del libro entre viajes de avión. César hacía una primera versión y yo le tenía que poner todas las marcas, guiños, yeites, para convertirlo en bestseller.” Y lo convirtió: La conspiración de los banqueros, como terminó llamándose el libro, vendió según Forn cerca de veinte mil ejemplares.

Jorge Garfunkel, además de generoso con la paga, no dejó de asentar su agradecimiento en el prólogo del libro, dedicado entre otros a Aira, “que me apoyó con bonhomía durante el trabajo, y aportó sugerencias enriquecedoras”. Ahora sabemos oficialmente que fueron mucho más que sugerencias lo que aportó el joven de treinta y cinco años que por aquel entonces apenas había publicado un puñado de libros, aunque entre ellos el magistral Canto Castrato. Lo interesante es tratar de adivinar esos aportes en el libro mismo, que parecen evidentes desde las primeras líneas.

“Recién cuando suene el despertador seré otra vez Ricardo Alfonso, el Presidente. Ahora soy un desconocido que sueña que es el presidente”, piensa en el arranque del libro el que parece que va a ser el personaje central pero termina siendo uno de los más secundarios. Y cuando suena el despertador, Alfonso piensa lo contrario: “Soy un Presidente que sueña que gobierna un país”. Con este simple juego, Aira se las ingenia para que la novela, pese a su anclaje en el presente político de un país determinado, empiece casi como un cuento de hadas, el terreno donde más cómodo se siente para narrar.

Y la novela es en efecto un cuento de hadas, aunque uno de espeluznante actualidad. Si bien es evidente cuál es el “país endeudado, al borde de la hiperinflación” y los personajes casi no están ocultos detrás de sus alias (además de Ricardo Alfonso aparece el ministro de economía Juan Susurro, Tróccoli muta en Tricolo y el presidente del banco central — que en ese entonces era Julio González del Solar— en la novela se llama Julio Rodríguez del Lunar), lo que se cuenta en este libro, que transcurre en 1984, no corresponde al mundo real: a un grupo de banqueros, liderados por Jordán Gürfel, se le ocurre la idea de salvar al país de sucumbir bajo el peso de su deuda externa comprando los bancos acreedores. El método para lograrlo es aun más desquiciado: confiscar el dinero que los argentinos ricos tienen en Suiza y vender el oro de las reservas del banco central, para con todo ese capital adquirir las acciones de los grandes bancos acreedores e influir sobre sus decisiones.

La idea debe haber sido de Garfunkel, lo mismo que los largos capítulos explicando el funcionamiento de los bancos y del sistema financiero internacional (casi superfluos hoy, de tanto que lo hemos sufrido), pero el resto tiene un aire a Aira por momentos inconfundible. La descripción del sillón presidencial, por ejemplo: “Se conocía con el nombre del primer presidente del país, cuando en realidad el Estado todavía no existía: ya entonces se había adelanto el símbolo a lo que simbolizaría”. O la definición cínica del patriota: “Al fin de cuentas, ‘los oligarcas’ somos los verdaderos patriotas, porque amamos al país tal cual es, y no como debería ser.” O la afirmación de que “las dos especies más disímiles del mundo” son “un funcionario y un ex funcionario”. O la observación de que “las computadoras eran el juguete preferido de esa sociedad, que las usaba aun donde habría bastado un pequeño fichero o una simple libreta de cuentas”. O el retrato del ministro de relaciones exteriores Hugo Capeto, que tenía un imitador tan bueno en la televisión (Mario Sapag, como se recordará) que cuando el ministro hablaba, “quienes lo escuchaban no podían concentrarse en lo que decía sino en la perfección con que había sido copiado. De ahí que su gestión estuviera envuelta en un halo de misterio.” Y un poco más adelante, luego de que el alias de Dante Caputo termina hablar, Aira termina de darle la vuelta a la idea: “Una exposición académica cuyo único mérito consistía en que quien la pronunciaba hacía una perfecta imitación de un imitador de la televisión”. Esa misma idea es la que justifica la inversión propuesta en el libro (¡los banqueros como gente que quiere ayudar al país!) y la que caracteriza en buena medida la literatura de Aira en general: “En el mundo actual… las causas y los efectos podían invertirse con un golpe hábil de timón”.

El autor de Parménides —sobre las peripecias del escritor fantasma Perinola— se da el gusto como escritor fantasma de ponerle a Alfonso un amigo de absoluta confianza al que llama “Arturito”, que no puede ser otro que su propio amigo Arturo Carrera, personaje que aparece con ese mismo diminutivo en varios de sus libros. Y también encuentra lugar para meter un enanito, tan marca registrada de Aira como los espejos en Borges: sin que venga a cuento (que es como vienen a cuento las ideas de Aira), imagina que al marcar el número de informaciones en realidad uno se comunica con un “enanito escondido en el audífono del teléfono” que lo sabe todo. En la novela aparece incluso de la nada un taxista sacado que dice cosas como que “la inflación es lo mismo que el sexo: esa multiplicación al pedo” y que prefigura al taxista de “Taxol”, un cuento en el que Aira dice no hacer literatura sino simple transcripción.

Aira se da otros lujos más riesgosos también, como el de enfrentar a su ególatra empleador con su propio estilo de vida, entre viajes y hoteles, haciendo que su alter ego piense que la marea de gente en un lobby se parece a un teatro de fantasmas y “que sería divertido (siempre se le estaban ocurriendo juegos) hacer detener a todos, para que se dirigieran al extraño que tuvieran más cerca y le contaran su vida. Así al menos atenuarían ese modo constante y sin objeto de trasladarse como en una parodia del infierno”. Solo Aira (sigamos arriesgando) pudo haber pergeñado que el hijo de este banquero, Matus, juegue a un jueguito electrónico que se llama “Hiperinflación”, en el que hay que elegir entre ser comerciante, industrial, obrero o gobierno y luego, con los datos cambiantes que tira la computadora (tasa de inflación, valor del dólar, etc.) apostar por producir, vender o especular. Al final, pierden todos, salvo uno que “al principio del juego vendió todo y se fue a otro país”.

No es el único momento espeluznantemente visionario del libro, teniendo en cuenta el destino del hijo del autor, al que por cierto está dedicado el libro con su nombre verdadero. Otro pasaje mágico en este sentido ocurre cuando deben decidir a nombre de quiénes poner el dinero que les sacaran a los ricos de sus cuentas en Suiza (“dinero negro, dinero de ladrones; en el mejor de los casos, proviene de la evasión impositiva”) y se les ocurre usar “las listas de pobres del Social Welfare”, para acceder a la cual descubren que la clave es casualmente la palabra “POBRES”, así en castellano. Toda la descripción de aquel momento de “melancólica resignación” del país frente a la crisis económica se parece tanto al presente (“el endeudamiento de América Latina ha financiado la gran fuga de capitales privados al extranjero”) que casi no sorprende cuando uno de los personajes afirma, hace exactamente treinta años: “Tenemos que aceptar que la deuda externa y sus consecuencias en inversión y consumo nos condicionarán los próximos treinta años…”.

Los libros de Aira casi no tocan temas políticos, lo que añade una razón más para rescatar esta “Rara Avis”, como se llama la exquisita colección de rescates que dirige ahora en Tusquets el artífice primigenio de toda la conjura. Aunque Aira no ande escaso de obra como para tener que agregarle al conjunto lo que escribió para otra gente, la idea de Forn de convocarlo acabó siendo providencial, porque logró colocar a Aira en un territorio que esquiva elegantemente en los libros que llevan su firma.