El pasado 10 de febrero de 2019 fue un mal día para el glifosato y para las grandes multinacionales que lo comercializan, entre otras, las inevitables Bayer y Monsanto. Ese día, la revista ScienceDirect, publicó los resultados de una investigación que relacionaba la exposición a herbicidas con glifosato con un aumento del 41 % en la probabilidad de desarrollar linfoma no Hodgkin (LNH).

Más recientemente, esta misma semana, Monsanto ha sido condenada a indemnizar con más de 2 000 millones de dólares a una pareja de ancianos que usaron durante décadas el producto y que desarrollaron LNH. La multinacional ya había sido condenada el año pasado a pagar 78 millones de dólares a un trabajador por no informarle del posible efecto cancerígeno del herbicida.

Las conclusiones del estudio publicado en febrero se unían a que, en marzo de 2015, el herbicida fue clasificado por la Agencia Internacional para la Investigación contra el Cáncer (IARC) como “probablemente cancerígeno”. Si bien es cierto que hay otros trabajos que no han encontrado dicha relación, y que otros organismos como la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria consideran “improbable” el riesgo carcinogénico del glifosato, son numerosas las investigaciones y las evidencias que sugieren que podría tener efectos negativos sobre la salud.

A esto se suman los artículos sobre la presencia del herbicida en todos los ámbitos de nuestra vida. En los últimos años se han acumulado las noticias al respecto: se ha encontrado en las 14 marcas de cervezas alemanas más conocidas, además de en muchos de los vinos y cervezas analizados en EE. UU. y en 43 de las 45 marcas de cereales de desayuno que se han sometido a pruebas (31 de ellas con valores superiores a los límites recomendados, ya de por sí laxos). Si, como dicen los fabricantes, el producto se degrada en 22 días, no debería estar presente.

Se ha demostrado, además, que hace estragos entre los insectos (incluidas las abejas), que se acumula en la cadena trófica y que es dañino para los ecosistemas acuáticos. Revelaciones como estas empiezan a ser constantes y se unen a los litigios judiciales.

Lo cierto es que el producto, que se incorpora en los tejidos de los vegetales y luego pasa al conjunto del ecosistema, al final, igual que ocurre con los plásticos, acaba en nuestros alimentos. Teniendo un poco de sentido común, no debería sorprendernos que beber o comer un herbicida no sea bueno para nuestra salud.

Nos podemos preguntar a qué se debe que esté tan extendido. El resumen es que se usa en todos los ámbitos: en agricultura, en jardinería, en cunetas, en las vías de ferrocarril, en las calles, etc. Y como no puede ser de otra manera, y ya nos explicaban los Toreros Muertos en su famosa canción Mi agüita amarilla, acaba en las merluzas que nos comemos.

Además, se unen dos cuestiones fundamentales: su eficacia (es muy eficiente eliminando hierbas) y su precio (es un producto extraordinariamente barato, entre otras cosas, porque su patente caducó en el 2000). Con 5 litros por 39,9 € (en Amazón), y considerando que la dilución puede ser del 1 %, podríamos tratar 50 000 m² de terreno. Es decir, saldría a un coste de 0,007 € por metro cuadrado. En otras palabras, es un chollo.

Y esto explica otro aspecto de su uso: muchas veces no se emplea la dosis recomendada. Al ser tan barato, la filosofía suele ser “¡échale bien!”. De esta manera, nos encontramos con un producto que se usa por todas partes y, además, en dosis muy elevadas, mayores de las indicadas.

La cuestión es: ¿existen alternativas? La respuesta es que sí, y que su utilización va a depender de nuestro sentido común. Usar un herbicida con tal capacidad de actuación en calles, jardines, huertos o carreteras para evitar ver hierbas, mal llamadas malas hierbas, es una auténtica locura.

Y aquí entra en juego el tema del umbral de tolerancia. Este término, fundamental en el tratamiento de plagas, marca el umbral a partir del cual la presencia de una especie o un grupo de especies puede considerarse una plaga. Y en los últimos años, este umbral, que depende de cada persona, ha ido bajando paulatinamente para las hierbas silvestres.

Queremos que nuestros jardines, nuestras calles, nuestros cultivos y nuestras carreteras sean como los pasillos de casa, sin rastro de vida vegetal o animal que no hayamos plantado o diseñado. Esto es un sinsentido y explica el gran descenso en los valores de biodiversidad que estamos observando en este siglo y que está causando la desaparición de animales y vegetales en todos los espacios que nos rodean.

Por tanto, primera solución: entender que la presencia de hierbas naturales no es algo a evitar a toda costa. Su presencia es positiva para la biodiversidad y aporta numerosos beneficios, como el favorecimiento de insectos depredadores de plagas, el control de la erosión, la asimilación de CO₂ y una cierta dosis de naturalidad en el entorno.

Y allí donde sea necesario controlarlas, existen alternativas como la corta con maquinaria (como se ha hecho siempre) y la plantación de especies competitivas, es decir, la ocupación del espacio con otras especies que puedan controlar la proliferación de malas hierbas. Hay cientos de ellas que ya se han probado y son efectivas.

En el otro ámbito que nos ocupa, la agricultura, hay tratamientos culturales que evitan las malas hierbas o las controlan, sin perjuicio para los cultivos. La maquinaria puede hacer gran parte de la labor que hace la química. Además, la agricultura de conservación y la agricultura ecológica no usan este producto y son plenamente rentables.

Por otra parte, en la Cátedra de Medio Ambiente de la Universidad de Alcalá, estamos trabajando en un proyecto basado en la utilización de restos forestales para obtener un producto, el llamado vinagre de madera, que está dando resultados muy buenos como herbicida. Esta sustancia, que proviene de residuos forestales y no lleva tratamiento químico, actúa como un herbicida de contacto. Esto quiere decir que no se incorpora en la planta, sino que funciona por su acción directa, por lo que ni se acumula en los tejidos ni pasa a la cadena trófica.

En 2018, el programa LIFE —el más importante de los programas de fondos ambientales de la UE— nos financió un proyecto, LIGNOBIOLIFE. Entre otras cosas, la iniciativa tiene como objetivo probar el uso de este vinagre en campos agrícolas y zonas urbanas. Los resultados son muy esperanzadores y quizás podamos estar a las puertas de una alternativa real para el glifosato.

Pero lo verdaderamente importante es cambiar nuestra forma de actuar. No tiene ningún sentido que por no ver hierbas en los campos, jardines y carreteras (y por ahorrarnos algo de trabajo y de dinero), nos estemos comiendo y bebiendo un químico “probablemente perjudicial” para nuestra salud y, con seguridad, para el planeta en el que vivimos.

Juan Luis Aguirre: Director Técnico Cátedra de Medio Ambiente, Universidad de Alcalá