Considerada “La voz de América Latina”, es una de las intérpretes más representativas de la música popular latinoamericana, quien dejo un legado muy grande con su convicción y canciones.

El 4 de octubre de hace once años cayó domingo y amaneció nublado. El día no terminaba de aclarar y en las radios de los serenos, las televisiones de los bares y el boca en boca de los trasnochados retumbaba la triste noticia. Después de casi un mes de agonía, Mercedes Sosa murió a la madrugada. La cantora se bajó de los escenarios, del mundo y de la humana contingencia. Dejó su melancolía terrena, hecha del dolor de vivir y de la alegría de cantar.

Aquel día en la Argentina se decretó duelo nacional y desde el mediodía, sus restos fueron velados en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso con el protocolo previsto para los embajadores. Durante toda la tarde y la noche que le siguió, miles y miles de personas se acercaron para darle el último saludo. Pasaron personalidades de la cultura y la política, colegas, pero como muchas veces sucede, por espontaneidad e intensidad, lo más conmovedor estuvo en la gente, ese pueblo enunciado de mil maneras en las canciones que Mercedes cantaba.

Todos los rostros todos, de todas las edades y las condiciones sociales, hicieron la cola de varias cuadras para poder acercarle una florcita, agitarle un pañuelo; o simplemente dedicarle un pensamiento, una mirada, un beso empujado con la mano. O romper el severo silencio del salón con un aplauso, un “¡Gracias, Negra!” y hasta entonar uno de los tantos versos que la cantante tucumana sembró en varias generaciones de argentinos. Fue el último velorio multitudinario para una artista popular. Al otro día, el cortejo partió hacia la Chacarita y el último saludo fue cantando. Sus cenizas hoy son parte del aire de Mendoza, Tucumán y Buenos Aires, sus tres patrias chicas.

Mercedes nació en Tucumán el 9 de julio de 1935, en una familia humilde. Tenía catorce años cuando, bajo el nombre de Gladys Osorio para que sus padres no la descubrieran, ganó un concurso de cantores en LV12. En una peña de Tucumán se enamoró de las canciones de Oscar Matus, compositor de rara intuición y genio particular, con quien se casó y se fue a vivir a Mendoza. En el agitado clima cultural que marcó el paso entre las décadas de 1950 y 1960 grabó sus primeras interpretaciones, con las que establecería un contrato incorruptible entre su voz, la palabra profunda y la música perdurable. Ese cantar con fundamento quedaría enunciado en el Manifiesto del Nuevo Cancionero, que en 1963 firmó entre otros con el mismo Matus y Armando Tejada Gómez, con el que quedarían señalados otros rumbos estéticos y políticos para la canción de raíz popular.

En enero de 1965 el público masivo del folklore la descubrió a través del Festival de Cosquín. Otra desobediencia, esta vez con la complicidad de Jorge Cafrune, que sin preguntar a los organizadores la presentó ante una plaza que, al despedirla con una ovación, le otorgó el lugar de los elegidos. Para Mercedes, a través de los años, Cosquín representaría el lugar al que siempre quería volver, a pesar de la tensión manifiesta con un evento en el que a menudo la superficialidad de lo comercial relativizaba su necesidad de espesor artístico. Ahí, por ejemplo, en 1987 lo invitó a cantar a Charly García. Otra desobediencia, que levantó una gran disputa entre favorables y contrarios a la presencia de un “rockero” en el santuario del folklore, tantas veces profanado por los mismos puristas. Aquella vez se alertó la guardia de cierto espíritu discriminatorio que subyace en buena parte del mundo del folklore, reflejo de un país del que Mercedes siempre estuvo más allá.

La notoriedad de Mercedes dentro y fuera de Argentina se fundamentó con un repertorio que no concedía a trivialidades, y una manera de cantar que tuvo en la guitarra un complemento afectivo perfecto. En esa complejidad está núcleo simbólico y conceptual de un canto hacia la intimidad multitudinaria que, aun con los más variados matices, siempre terminó de cumplirse con sonido de guitaras. Rodolfo Ovejero, Kelo Palacios y Pepete Bertiz, antes de Colacho Brizuela, Jorge Giuliano, fueron algunos de sus guitarristas dilectos, cómplices de una manera de decir sostenida en la obra de los creadores más entrañables de Argentina y de América.

Mercedes cantó de todo y todo lo que pasaba por su voz brillaba de una manera distinta e irrepetible. Pero cuando se demoraba en los pliegues lerdos y querendones de la zamba, era inigualable. “Zamba de la distancia”, “Zamba del riego”, “Zamba para no morir”, “Zamba para olvidar”, “Balderrama”, “Alfonsina y el mar”, entre muchas otras, son límpidos y cariñosos ejemplos de un genio que quedará invencible en una discografía monumental. Hermano (1966), Para cantarle a mi gente (1967), El grito de la tierra (1970), Homenaje a Violeta Parra (1971), Hasta la victoria (1972), Traigo un pueblo en mi voz (1973), A que florezca mi pueblo (1975), además de las obras conceptuales de Ariel Ramírez y Félix Luna, Mujeres Argentinas (1969) y Cantata sudamericana (1972), son las declaraciones de belleza en busca de un destino mayor que marcaron la primera etapa de su carrera.

En 1975 la Triple A comenzó a perseguirla. A ella y a otros artistas comprometidos. Amenazas anónimas y dificultades para trabajar hicieron la vida más difícil e insegura. En 1979 se vio obligada a dejar su país. De la ignominia del exilio volvió en 1982, con una inolvidable serie de conciertos en el Teatro Ópera, que además de augurar la reivindicación de otro ánimo político, cambiaron para siempre la música argentina. Mercedes se animó a lo que pocos pensaban posible: unir los compartimentos estancos de los géneros, prolijamente divididos por un ordenamiento cultural y social nunca del todo cuestionado. Incorporó a su repertorio nuevas canciones y las compartió con sus creadores. León Gieco y Charly García, además de Rodolfo Mederos, Ariel Ramírez, Raúl Barboza y Antonio Tarragó Ros, fueron los invitados a esa serie de recitales que quedó documentada en Mercedes Sosa en Argentina, un disco doble que salió después de la guerra de Malvinas, para acompañar el desahogo necesario de un momento bisagra de la historia reciente.

Encabezando lo que de alguna manera fue una reinvención de una música argentina capaz de atravesar rasgos generacionales, géneros, estilos y gustos, Mercedes acompañó el regreso de la democracia en 1983. Por entonces, cada concierto era una comunión circular de los necesitados: Mercedes recuperaba el afecto del público que reencontraba a una de sus voces más queridas. En diciembre de 1984 cantó en el estadio de Vélez Sársfield junto a Milton Nascimento y León Gieco, un encuentro que quedó registrado en el disco Corazón americano y que da cuenta, como también su participación en Abril en Managua (1983) entre tantas otras, de la ambición americanista de su canto. Poco después se dio el encuentro con Fito Páez, del que cantó “Vengo a ofrecer mi corazón”, tema que dio nombre a un disco de 1985; más tarde el rosarino fue productor artístico de Sino (1993).

Reconocida en todo el mundo como “la voz de Latinoamérica”, durante la década de 1990 Mercedes alternaría momentos de fulgor y entereza, con otros de melancolía y depresión. Discos como Mercedes Sosa en vivo en Europa (1990), De mí (1991), Gestos de amor (1994), Escondido en mi país (1996) Corazón libre (2005) afirmaron su inquebrantable compromiso con la canción, además de su buen gusto como intérprete. Por sobre de los dictámenes del mercado, se elevaba la madurez de una voz redentora de la banalidad y el abandono de esos años.

En 2009 grabó los dos volúmenes de Cantora, que permanecen como testamento. Luis Alberto Spinetta, Fito Paéz, Liliana Herrero, Caetano Veloso, Teresa Parodi, León Gieco, Pedro Aznar, Charly García, Nacha Roldán, Soledad Pastorutti, Julieta Venegas, Gustavo Cerati, Facundo Ramírez, Diego Torres, Vicentico, Rubén Rada, Luciano Pereyra, Joan Manuel Serrat, Shakira, Jorge Drexler, son algunos de los interlocutores de aquel gran diálogo, con gusto a despedida. En esa amplitud contenedora la tucumana volvió sobre algunos de sus temas más queridos, que bajo el aura de su voz rectora quedaron como emblema de su historia.

Pero desde mucho antes Mercedes era una historia que cada uno sabía recomponer desde sus esperanzas, recuerdos y pasiones. Los que la encontraron entre las cosas del folklore, los que la entendieron entre las razones de la política, los que en el horroroso silencio de la dictadura se arroparon escuchando sus discos, los que la conocieron a través de sus ídolos del rock y enseguida sintieron que habían descubierto la otra América. A todos y cada uno les cantó Mercedes. También a los que antes de irse ponen un disco suyo en la valija, acaso para no alejarse del todo de un país que es imposible imaginar sin su voz, en la que además de la belleza, es inevitable escuchar un legado político.

Se cumplen once años de la muerte de Mercedes Sosa. La sensación de orfandad perdura. Pero el vacío que dejó se llena con la esperanza de que, ante el canto con belleza y fundamento, la muerte es nada más que un expediente odioso en el camino hacia esa forma de eternidad que es la memoria de un pueblo. Una memoria que se renueva cada vez que su recuerdo se recompone y regresa. Cada vez que rompe la tarde su voz.