La mayoría de encuestadores, analistas políticos, consultores, dirigentes políticos, estrategas de campaña y, por supuesto, la inmensa mayoría de los ciudadanos de a pie entienden que el país atraviesa una profunda crisis económica y social.

Es válido preguntarse entonces, ¿el Gobierno nacional lo entiende también así? Si solo tuviésemos en cuenta las medidas económicas lanzadas esta semana, uno estaría tentado a decir que sí, y que por eso el Gobierno decidió responder —en forma anticipada al comienzo formal de la campaña— con anuncios que apuntan a aliviar la situación de los sectores más golpeados por la crisis.

Sin embargo, dejando de lado que se trata de medidas que a todas luces están muy alejadas del núcleo tradicional del discurso de Cambiemos y que fueron combatidas por muchos de sus principales referentes durante la época kirchnerista, la comunicación elegida para anunciar las medidas pareció mostrar un gobierno incapaz de reconocer y abordar la actual crisis en toda su dimensión.

Al no entender las diferencias entre comunicación electoral y comunicación de crisis, el Gobierno se desliza aún más hacia una comunicación contradictoria, ya no solo entre lo que se hace y se dice, sino fundamentalmente entre lo que se dice y cómo se dice.

¿Comunicación electoral o de crisis?

El miércoles pasado una nueva pieza de comunicación difundida por el Gobierno nacional causó cierto revuelo y polémica en la opinión pública. La modalidad no fue novedosa para el oficialismo: el Presidente visita una familia de clase media en su hogar, conversan en el living los padres (en este caso, el protagónico es de la madre) ante la presencia de sus hijos (es este caso, una bebé), comen o beben algo, el Presidente escucha los problemas, empatiza y remata con algún compromiso más o menos concreto.

Se trata de un tipo de comunicación que busca sacar provecho de la tradicional potencia de los relatos a la hora de influir en el comportamiento humano. A través del recurso de contar historias, presente en todas las épocas, lugares y sociedades, permite apelar a los sentimientos y las emociones que se ponen en juego en la morfología literaria clásica del cuento.

La estructura del relato comprende un narrador y una historia que tiene personajes e ilustra una enseñanza asimilable, a partir de nuestras propias experiencias o historias compartidas. Como tal, consigue captar la atención, y fijar ideas, imágenes y sensaciones de forma más persuasiva. Su fuerza reside en la construcción de narraciones que resultan más creíbles y más auténticas (personales) que el discurso político convencional, y aspiran a configurar una explicación de la realidad con mayor capacidad integradora.

Lo inédito en este caso fueron tres cosas. La primera, que Mauricio Macri anticipó medidas concretas antes que lo hiciese oficialmente su propio gabinete. La segunda, que el Presidente optó por no ser él quien comunique las medidas en cadena nacional o en alguna de las modalidades protocolares —o por lo menos tradicionales—, sino que simplemente estas se “filtrasen” a partir de su visita supuestamente informal al hogar mencionado. La tercera, el criterio de oportunidad elegido, en tanto que por primera vez se apela a esta técnica en el marco de un evidente contexto de crisis.

El riesgo de esta apuesta es más que evidente, y gira en torno a la credibilidad y la verosimilitud. Esto es sin dudas un aspecto clave en materia de comunicación política, en tanto permite que los mensajes sean creíbles, consistentes y coherentes con la imagen que se quiere proyectar.

Si bien es cierto que la opinión pública —estimulada por los medios de comunicación y los formadores de opinión— le dedicó un tiempo importante al video, gran parte de esa conversación —como diría el célebre sociólogo Manuel Mora y Araujo— estuvo marcada por el rechazo, el descreimiento y la sensación de “puesta en escena” —que se percibió en la pieza.

Comunicación de proximidad: ¿argumentación lógica o emociones?

Uno de los componentes centrales de las técnicas de comunicación que habitualmente utiliza el Gobierno es el de las emociones. Suele decirse que la política se juega cada vez más en el terreno de las emociones que en el de la razón y que, por ende, la comunicación es más persuasiva cuanto más empática es.

Se trata de un debate de por lo menos 2300 años, cuyo puntapié inicial —o por lo menos uno de los más antiguos del que se tiene registro— lo dio el célebre filósofo Aristóteles. En su clásica obra El Arte de la Retórica, el oriundo de Estagira acuñaba una de sus directrices más estudiadas por los estrategas de campaña, profesionales de los discursos y la oratoria e investigadores en lingüística: la importancia de utilizar los tres tipos de apelaciones que tenían lugar en los discursos persuasivos, esto es, las emociones (el phatos), la ética (el ethos) y la lógica (el logos).

Si bien el arte de la persuasión consiste en estudiar cuándo y de qué forma hacer hincapié en cada una de dichas apelaciones, las tres deberían articularse para persuadir de la forma más efectiva. Sin embargo, las emociones juegan un papel central en nuestro entendimiento. Como sostiene Aristóteles: “Se persuade por medio de la disposición de los oyentes, cuando fueren conmovidos por el discurso”. La puerta de acceso a la persuasión son las emociones.

Si bien esto ha sido ampliamente estudiado, este tipo de comunicación no siempre es efectiva en todo tiempo y lugar. Como mínimo, se trata de una apuesta poco recomendable en una situación de crisis en la que la opinión pública reclama certidumbres mínimas, lo que exige dejar de lado la “espectacularización” que caracteriza a la moderna comunicación electoral y demanda mensajes claros, sencillos, directos y concretos.

Además, esta comunicación requiere primeramente fundar la credibilidad de quien emite el mensaje, y esto tampoco ocurre. En el marco de una comunicación basada en el eslogan: “Haciendo lo que hay que hacer”, el Presidente sigue insistiendo con el argumento de que hay que “aguantar” y “seguir haciendo sacrificios”, pero las encuestas muestran con claridad que la mayoría de los argentinos cree que el Gobierno no comprende sus esfuerzos cotidianos para enfrentar la crisis.

Negar la crisis no parece ser el mejor camino, y es susceptible de comunicar múltiples metamensajes como la frivolización de la situación y la desresponsabilización del Presidente frente a la crítica situación actual.

¿Una campaña basada en “valores”?

La tan esperada y tantas veces anunciada recuperación, que supuestamente se daría para el mes de marzo, no llegó. A días de concluir el mes de abril, no se vislumbra ningún atisbo de estabilidad económica en el corto plazo y la confianza en el Gobierno sigue siendo el punto débil para la Casa Rosada, lo que inevitablemente impactará en la configuración de su estrategia político-electoral. Si bien la mayoría de los argentinos rechaza la figura de Cristina (alrededor del 60% de los electores dice que nunca votaría por ella), a quienes se inclinan por la candidatura de Macri —cerca de un 30% del electorado— les resulta difícil aferrarse a un logro atribuible a él. En resumidas cuentas, el Gobierno no pudo mostrar, en casi cuatro años de gestión, algo que le permita salir a persuadir a los indecisos.

Así las cosas, crece entre los estrategas del oficialismo la convicción de que el lugar de mostrar lo que se ha hecho no lo ocupa la dimensión económica, sino una dimensión ética de la política, asociada genéricamente a la lucha contra la corrupción, el freno al populismo y otras apelaciones genéricas que, como ya es habitual, buscan marcar el contraste con el pasado en general y con Cristina Fernández de Kirchner en particular.

Está claro que jactarse de logros en materia económica no es una opción para Macri. Abordar una campaña apelando a ciertos valores republicanos, que logren posicionarlo en la grieta y quitar centralidad a los temas económicos, podría ser una alternativa mucho más cómoda para el oficialismo en el contexto actual.

Sin embargo, apelar a esta suerte de campaña basada en valores no es nada fácil cuando la credibilidad del candidato está en tela de juicio, y la frustración de expectativas ante las promesas incumplidas está a flor de piel en importantes sectores de la opinión pública. Más aún cuando, como sucedió esta semana, se exigen sacrificios colectivos para una supuesta cruzada moral y cultural cuyos contornos son, como mínimo, demasiado abstractos.

Hoy, quizás más que nunca, el Gobierno debería entender que las formas importan, que es tan importante lo que se dice como cómo se lo dice.

En contextos difíciles como el actual, es importante entender que ni una mise en scène como la del video del miércoles garantiza la empatía ciudadana, ni una comunicación más institucional y protocolar está condenada a transmitir frialdad y lejanía.

El autor es sociólogo, consultor político, autor de “Gustar, ganar y gobernar” (Aguilar, 2017).