Camina la calle buscando material en la basura hasta que lo pesan en la Cooperativa de Recuperadores Urbanos. La pobreza. Los tiempos oscuros. Su presente como mamá de Selena y estudiante de enfermería. La Fe que la salvó
Emilse Martínez (24) va con la frente alta y los sentidos atentos. Avanza a contramano con su carro por Yerbal, con el uniforme fluorescente que la identifica como recicladora y una sonrisa en cada saludo. Son las seis menos cuarto de la tarde y empieza su recorrido de lunes juntando cartón, vidrio y plástico por Caballito. Si no fuera porque hace solo diez días acaba de ganar 300.000 pesos en el programa ¿Quién quiere ser millonario?, que conduce Santiago del Moro por Telefe, nadie imaginaría todo lo que sabe.
“La calle me enseñó mucho. Me encontré con gente buena que me miró, confió y me dijo que podía volar alto”, asegura Emilse, que terminó el secundario y cursa la Tecnicatura Superior en Enfermería en el Hospital de Vicente López. “No tengo problema con que se diga cartonear”, me explica con amabilidad, pero para referirse a su trabajo, ella siempre dice “juntar cartones”.
Mamá de Selena, de un año y ocho meses, hace tres años que está en pareja con Silvio Fabián Miño, que es albañil pero está sin trabajo.
Hoy la acompaña Micaela, su cuñada. La primera parada del recorrido es una zapatería sobre la calle Rojas. Se abraza con quien la atiende y sale con unas cajas ya dobladas. “La señora me está vendiendo en cuotas los zapatos negros que necesito para cursar la carrera de enfermería, porque no puedo ir en zapatillas y no tenía. Es un tema de confianza”, asegura Emilse.
Entre el tráfico de Buenos Aires tira de su carrito. Y cuenta: “Por la velocidad de los autos ya sé quién me va a dejar pasar y quién no, cuándo mandarme y cuándo esperar. No tuve accidentes porque voy muy atenta”. La experiencia se le nota.
Con sencillez, comienza a relatar cómo es un día en su trabajo: “Salgo de mi casa a eso de las tres de la tarde. Me tomo el colectivo hasta la estación de Moreno y ahí, el tren hasta Caballito. Viajo con mi mamá, que recorre unas cuadras por acá cerca y con mi hermana Tamara, que trabaja conmigo por un tema de seguridad. También vienen por la zona mis hermanos Walter y Lucas. A eso de las cinco llego al predio de la Cooperativa Recuperadores Urbanos del Oeste”.
Es en la Cooperativa donde le dan el uniforme y tiene guardado su carro, que le permitirá recoger cartones, vidrios y material reciclable. “Allí firmo, me cambio, busco mi carrito, lo preparo con el bolsón y arranco. Hago el recorrido que va por Yerbal, Rojas, Cachimayo, a veces Rivadavia y vuelvo hasta el predio a las siete u ocho de la noche. Junto la cantidad mínima de 50 kilos que me pide la cooperativa. Los lunes, después del fin de semana, suele haber más material. Los miércoles y viernes, también. En el predio lo pesan, me entregan una boleta, doy mi presente, me cambio, me higienizo y llego a mi casa dos horas más tarde”.
A fin de mes presenta las boletas y recibe su pago: “Un incentivo de 13.000 pesos por hacer el trabajo. Si no voy, se me descuenta el día, a no ser que esté enferma. Saco un promedio de 2.000 pesos por mes en recolección. Hay compañeros que sacan más, pero porque salen tres veces en un día”.
–Emilse, ganaste 300.000 pesos en el programa, ¿por qué hoy volvés a cartonear?
–Porque la plata que gané es para terminar mi casa, que es muy precaria. Yo tengo que cumplir y venir a trabajar. Aprendí a hacer esto hace diez años y soy cumplidora. Además, estoy estudiando enfermería, pero mientras tanto, tengo que venir a laburar. Esa plata me va a ayudar a cambiar parte de mi vida, quizás abrir la pizzería con mi marido, pero hay que seguir trabajando… Así crecí: siempre trabajando.
“Aunque seas pobre, con estudio se puede salir”
Emilse cuenta que hay códigos. Que cada recolector debe respetar las cuadras del otro. Y que esos lugares se van ganando en función de los años trabajados. “Por ahí un tiempo perdés alguno, pero después lo recuperás… O no. Cuando tuve a mi hija perdí un supermercado. He discutido con hombres, pero también con mujeres por este tema”.
Explica la ley no escrita que manejan en la calle: “La cosa es así: si te enterás que un compañero no está yendo más a un edificio o negocio lo hablás con tu ‘RG’ en el predio, que es el que te asigna los lugares y tu referente. Él se encarga de chequear si tu compañero consiguió otro trabajo, está enfermo o lo que fuera y te autoriza o no a hacerlo. Todo se habla”.
–¿Y la gente te agrede en la calle mientras trabajás?
–Mucho. Pero no contesto… A mi hermana una vez le rompieron el tabique. Otra vez, un señor se había enojado porque le molestaba el carrito. Me dijo que revolver la basura no era un trabajo. Le expliqué que sí lo es y que le hace bien al medioambiente. No me avergüenzo. Vergüenza es robar. Y por ahí otros no me pegan pero me discriminan. Creen que soy la que deja la basura desparramada. Es al revés.
Después de entrar a tres o cuatro negocios más preguntando si hay cartón por Rojas, Emilse levanta la tapa de un contenedor y echa un vistazo mientras sigue compartiendo detalles de su vida. “Ves, de esto hablo cuando digo que mucha gente desperdicia comida”, dice y muestra dos bolsas con pan de miga dentro de la basura. “Ya está contaminada. No se puede comer. En una época pasé mucha necesidad y tuve que comer cosas que sacaba de la basura”, asegura la sexta de ocho hermanos, que siempre vivió en el partido de Merlo.
“Mis papás se separaron hace varios años pero vivieron siempre en el mismo terreno. Somos muy unidos. Mi mamá (Mirta) empezó a juntar cartón durante la crisis del 2001. Cobraba muy poco. Venía en un tren que llevaba carros. Tenía que matarse para darnos mate cocido, pan y guiso. Tal vez un puchero y una polenta. Mi papá (Raúl) hace changas y es albañil. En alguna época tuvo buenos trabajos (nunca en blanco) y por ahí comíamos asado. Tiene diabetes y mi mamá lo ayudó. Yo ya no les pido nada: ellos me criaron. Si puedo, les doy yo”, agrega.
A los 14 años Emilse empezó a juntar cartón para colaborar con su mamá. “Tuve que dejar la escuela, que me gustaba mucho… Sobre todo geografía. Lloré un montón, pero a mis papás no les dije que estaba triste. Éramos muchos hermanitos y no alcanzaba. Trabajé en Flores, Floresta y La Paternal. Usaba un carrito chiquito e incómodo. Hubo una época en la que me quedaba con mi hermana a trabajar los fines de semana”, cuenta la chica que a los 19 retomó sus estudios en la Escuela Secundaria Básica Nº 2 de Merlo para terminarlos a los 21 y celebrar con pizzas, en familia.
“Me sentía orgullosa de mí. No logré mucho en mi corta vida, pero puedo estar feliz por lo que sí alcancé. Aprendí de buenos maestros. Y de un tío, que murió y estuvo en la delincuencia. Me dijo todo lo que no hay que hacer. Mis papás me enseñaron que con respeto podés llegar a cualquier lado… por más que seas pobre. Ellos no eran perfectos, pero nos inculcaron valores”, asegura Emilse.
Junto a su hermana Luz son las únicas de la familia que terminaron la escuela y todos, incluido el de 17 años, tienen hijos. “¡Nooooo! Yo no voy a tener muchos. No quiero traerlos al mundo para sufrir necesidades”, contesta segura. Y, mientras muestra los movimientos de rotación y fuerza que hace para arrastrar el carrito –que a esta altura está a medio llenar–, cuenta que después de diez años de trabajo la espalda le duele mucho y que cuando tiene su período se hace mucho más difícil empujar con el abdomen.
En Guayaquil y Avenida del Barco Centenera, un contenedor parece cargado. Emilse hecha un vistazo y saca las bolsas que pueden servir. Sin guantes –”sí, sé que es peligroso”– y con oficio, sabe identificar cuáles tienen reciclables y cuales no. “Hay que ser perseverante. Lo aprendí cuando tuve un encuentro con Dios… Pero no soy fanática, ni voy a la Iglesia. Creo en Dios porque me salvó”. Y prefiere no profundizar sobre ese “momento feo de mi vida, cuando estuve al borde de la muerte y no tenía ganas de seguir”.
Entonces, revoleando una pierna y con un salto que resulta casi natural, dice: “Me voy a tener que meter”, y desde adentro del contenedor, da pistas de aquellos tiempos oscuros de su adolescencia. “Tenía malas juntas. No me drogué, pero tomaba alcohol. Todo eso te lleva a la perdición. Fui bastante rebelde. A los 19 me fui de mi casa con la ropa y un colchón. Me alquilé un lugar y lloré tres días seguidos. Pero recordé la palabra de Dios: tenía cosas grandes para mí. Entonces me levanté y seguí adelante”, revela mientras separa cartones sin perder tiempo.